Visto ya el gran monumento del país no hacíamos nada en Agra, así que al día siguiente nos fuimos hacia la India más profunda, Varanasi. La verdad es que llegamos de casualidad porque como estábamos tan cansados no nos dimos ni cuenta que el tren ya había llegado a nuestra parada, y cuando ya un millón de indios entraban como borregos para coger asiento nos dimos cuenta , bajamos de la litera de un salto, y salimos empujando al personal, porque aquí eso de “dejen salir antes de entrar” les causa risa.
Cogimos un ricksaw y nos llevó hacia el casco antiguo, que es la parte bañada por el Ganges. El último tramo hasta el hotel lo tuvimos que hacer andando, ya que la zona sólo cuenta con callejuelas y escalinatas en las que circulan peatones, motoristas kamicaces y rumiantes de lo más despreocupados. No hemos visto más suciedad en lo que llevamos de viaje. Había basura desperdigada por todas partes y aquí no recogen los “pastelones “ de las vacas como en otras ciudades. Toda una pena, porque Varanasi es especialmente bonita pero los olores pútridos le estropean el paseo a cualquiera.
Tras la ducha de rigor hicimos la primera inmersión en la vida del Ganges. A sus orillas hay una especie de paseo formado con grandes tramos de escalones, aquí los llaman Ghats. En los ghats es donde la gente accede al río para hacer de todo, lavarse, zambullirse, hacer ofrendas, rezar… Nos advirtieron en Sanidad Exterior que ni se nos ocurriera bañarnos porque podríamos pillar de todo, incluso nos contaron de una chica que una vez en España, le salieron unos bultitos en la piel y resultó ser unos simpáticos gusanitos que se le habían metido por alguna herida y la habían colonizado de la cabeza a los pies. No nos bañamos, ni la tocamos con el dedo, por si acaso, total, ya nos habíamos bañado en sus aguas cientos de kilómetros arriba, en Risikesh..
La primera en la frente. Cuando no llevábamos ni diez metros de paseo nos cruzamos con un cortejo fúnebre. Unos 6 hombres llevaban con una especie de camilla hecha a base de bambú un cuerpo empapelado como con papel de regalo, de ese dorado. Lo llevaban al río donde lo sumergieron entero y rezaban. Ni una mujer a la vista, nadie lloraba.
En la ciudad hay dos ghats donde se lleva a cabo la incineración de los cuerpos, ya que los Indios no entierran a nadie, y según nos contaron, si los queman aquí van directos al Nirvana. Pues si, nuestro hotelito estaba a escasos metros del Manikarnika Ghat, el crematorio principal que funciona prácticamente 24 horas al día.
Alrededor del crematorio, que está al aire libre a la orilla del río, hay toda clase de negocios que rodean a la muerte en este país. La leña en la que se incineran los cuerpos se pesa en unas balanzas grandes para saber el precio, el tipo de madera también cuenta, la de sándalo es la más cara. Como los hijos de la persona fallecida se rapan toda la cabeza menos un mechón en el cogote, también hay hombres que pelan con navaja en los aledaños. Otros muchos venden collares hechos a base de flores que bien acaban flotando en el río o las vacas se las comen casi a pie de cadáver. Y bueno, puestecitos con papel de regalo tipo celofán y tiras de esas brillantes que nosotros ponemos al árbol de navidad, pero aquí la finalidad no es la misma, claro. Cabe resaltar que hay buscadores de oro en el agua del río esperando a que tiren las cenizas. Otra cosa más que interesante es que a las personas sagradas y las más pudientes no se les quema, sino que se les ata a alguna piedra pesada y los dejan sumergidos, esta vez lejos de la orilla, ¡Qué detalle!
Una vez observado el proceso, desde cierta distancia para intentar no percibir el olor de la carne quemada, decidimos continuar nuestro paseo por el resto de ghats. Otro muy importante es Dasaswameth Ghat, pero en este caso es porque en él se celebra la gran ceremonia del ganga aarti cada anochecer. Se trata de una celebración el la que aparte de rezar se realizan ofrendas pero además se canta y se baila. Algo diferente.
Tras empaparnos del ambiente colorido y festivo volvimos a nuestro hotel. Seguían las cremaciones, como si de una fábrica a turnos se tratase, pero bajo la luz de la noche se percibía la escena más tenebrosa aunque también más mágica.
El despertador sonó temprano. Al mirar por la ventana casi ni se distinguían las siluetas de los edificios de enfrente debido a la oscuridad. Era nuestra última y única oportunidad de disfrutar de Varanasi sobre un bote al amanecer, y todo el mundo advertía que era la mejor hora. Así que casi dormidos fuimos para abajo, cruzamos por detrás el crematorio (el olocirto a primera hora sin desayunar ni nada podría causar estragos), y tras rechazar varios barqueros vimos al elegido. Un anciano flacucho, con un inglés bastante justito pero que se hacía entender de maravilla. Nos llevó en la misma dirección que baja el río. La imagen de la ciudad desde aquel punto mejoraba considerablemente. Vimos templos medio sumergidos, casas de marajás y otros muchos ghats. Todos ellos repletos de gente, haciendo la puja (ofrenda) matutina, bañándose o haciendo una especie de ejercicios. Los pobres tienen que estar ya más que acostumbrados a tener trescientas barcas llenas de guiris disparándoles fotos sin cesar. No parece importarles.
Así que ya visto todo lo que queríamos ver, esa misma mañana nos fuimos con mucha ilusión a tomar el autobús que nos llevaba a Nepal, nuestro sueño dorado.
Merxe